"Tengo
noticias de este Cástor que te presento, desde otro que era mi
hermano y de un su hijo del mismo
nombre con el cual éste es el tercero, y por tanto - oh - mi
sobrino nieto; todos nacidos en mi obispado y provincia, aunque
tempranamente esparcidos por varios mapas, siendo el que suscribe
el primer tránsfuga que huyó escaldado de los beneficios
habituales en las patrias clasistas, que lo son casi todas, aun no
pareciéndolo.
Espero
que una sangre tan esparcida en tiempo y espacio no traiga gérmenes
de soborno emocional a la hora de juzgar la peste literaria
latente o patente que opera en mi casta y familia, y que rebrota
ahora con bríos nuevos, instalados no solo en otra geografía,
sino en otras zonas del pensar y del sentir mas vigentes y dramáticas
del vicio narcisista del "yo" personal o familiar, con
sus floripondios y descarríos perdularios. Esta vez se trata del
amor al prójimo, al próximo, hombro con hombro, que viene se ser
hombre con hombre, en los sucesivos aquí y ahora de este amor,
con sus portavoces y repartidores concretos, con sus nombres,
apellidos y motes, y con sus goces y sufrimientos sin premios ni
castigo ultraterreno,
A
éste Cástor lo vi por primera vez aun siendo casi nada:
llegando, naturalmente cagón, meón y "ay, que rico"
con sus padres, como yo, emigrantes; el padre guerrero a la
fuerza, que no quiso quedarse a usufructuar los dones del imperio,
y llegaba, aun puteando, a un Montevideo ancho de brazos, rico de
corazón, sin tener todos tres (la madre maestra) donde caerse
vivos, como todos los emigrantes, que sino, no emigrarían, digo
yo...
Lo
recupero ahora, veinte años después, un metro ochenta, experto
en matemáticas, oficiales y de las otras, en karate, en hazañas
líricas, milmañas prodigioso que van desde inventar una
clandestina instalación que
rebaja la soberbia de los kilovatios, de arreglador de toda cosa
mecánicamente creada y mecánicamente escoñada o construir un
auto, que anduvo, con inverosímiles despojos, hasta aclimatar
peces casi totalmente producto de la poesía y la electrónica.
Con todo ese mundo convirtió un piso donde no cabe casi nada y
casi nadie, allá por
los extrarradios madrileños, en un lugar fáustico y extensible
como un acordeón de cuatro dimensiones, para albergar, además de
los padres recobrados y de los peces inventados, a todo bicho
viviente (bípedo) que llegue de los países del Plata con obras
que exponer, con trabajo que buscar o con aventuras que vivir.
La
primera noticia que tuve de que estaba acometido por la susodicha
peste familiar fue la ganancia de un premio internacional
uruguayo. "El cartero" relato por lo menos escalofriante
(y mas diría si no fuera por el parentesco y su decentísima
resistencia a los elogios condicionados), discernido por un
tribunal de jóvenes severos, presididos por el gran novelista
Onetti.
Bien,
en 1973 o así me llegó el sobrinazo. Nos juntamos en
la Ciudad. La
Ciudad, cuando hablo de España, es para mi Barcelona, sin que
nadie piense en separatismos y otros folclores retoricistas o
policiales. Legaba, tan empapado, transido, precozmente
protagonizado, en carne viva, desde una América en ascuas, que
andaba a mi vera por las relucientes calles con en estado de
levitación. Lo llevé a ver el gótico nocturno, y como si nada.
Lo llevé a conferencias y exposiciones, y como en la luna. Le
insinué la natural conveniencia y sanidad de descargarse de la
pesantez de la hombría, y mas a sus años y con veinte días de
navegación (yo no tenia a mano mas que a las pobres chicas sureñas
de la calle Tapias y colindantes), y me miró con violenta
amonestación, apenas reprimida por la naciente amistad, como si
él fuera el viejo y yo el chico.
Pronto
supe el porque de aquellas flotaciones y desasimientos, casi sin
hablar. Me sobrevinieron leyendo sus versos y advirtiendo su
natural desajuste con el nuevo medio y su inverosimilitud, mas
bien sofocante por anodino. No te digo nada de ellos, pues tú vas
a leer algunos.
El
muchacho llegaba de una inevitable, inacabable y molestisima paz,
desde una de las luchas mas bellas y legitimas, a la par que duras
y sórdidas, de cuantas ocurrieron en nuestra América, casi todas
escamoteadas, robadas, sofocadas, sobornadas y soterradas, bajo
los cuajarones de la sangre joven, de la sangre alucinada,
derrotada y, pese a todo, incorrupta y vencedora, y no solo
salvada en la memoria y el resentimiento creador de los pueblos,
sino continuada en los que van naciendo, creciendo en la tercera
continuidad de los ensueños y las dialécticas, desertores
venturosos del esterilizante "yo" y transfundidos en la
responsabilidad del "todos"
Cástor
vivió, convivió, la andrajosa, la celeste, la infinitamente
tierna epopeya, desde una adolescencia
universitaria. Y no fue que se lo contasen ni que se
redujese a "balconearla", como un espectáculo más. Cástor
vio sufrir, vio torturar, vio morir cuerpos y almas apenas
estrenados, de sus amigos y compañeros y quizás los ayudó con
algo más que versos y prosas.
Él
muchacho poeta que ya se anunciaba en su libro "Tiempo de
guerra" con una posición testimonial y coadyuvante,
reelabora y añade en este libro sus vivencias y ahonda en los
augurios y en la fe en la continuidad de la vida del hombre, de su
dignidad, de su libertad, o sea, de la tan denodadamente apetecida
continuidad.
Ahí
te quedas con él. Yo me voy muy contento de que, aun queriendo
tanto a este joven amigo, no le manché con la alabanza gratuita
ni con el baboseo pariental. No te lo adobé, simplemente te lo
describí por su querías haceros amigos.
Eduardo
Blanco Amor (Vigo,
marzo 1976)
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