La
tristeza llega hasta mi mesa
con silenciosos piececitos,
como un ratoncillo
o un gorrión desorientado.
Se posa en el
tintero
o en un lápiz mordido
y me mira callada
con sus ojazos negros bien abiertos.
Yo la acecho de
reojo
como si no me hubiera dado cuenta
de la noche, de la niebla
y de ella.
Miramos juntos
como llueve fuera.
No le hago caso.
Espera entonces un instante.
y se marcha.
A veces no.
Se queda.
Y se me sube al hombro y a la frente
y me araña
y me muerde.
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