No
envidio al marinero que atisba amaneceres
acodado en la boda en derrota hacia el Trópico.
No
envidio al peregrino que recorre el remanso
del valle, entre romero y dagas diminutas.
No
envidio a los viajeros que conocen mil sendas,
mil ciudades antiguas, y kasbhas, y palacios.
Porque
cuando te escribo, evocando tus ojos,
tus manos como seda y tus labios promesas,
mis lápices refulgen de tintas transparentes,
de tibias luces dulces que convierten palabras
en mares amistosos con pasadas historias,
en campos de lavanda y manzanillas nuevas
sobre el papel ofrenda con mágicos conjuros.
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